martes, 26 de enero de 2016

Los Odiosos Ocho (2015), de Quentin Tarantino


Un crucifijo clavado en la nieve, entre nada y ninguna parte como quién dice, abre el relato.
Parece una especie de advertencia, del tipo "abandonad toda esperanza los que entréis aquí", no parece casualidad que la mirada en la cruz sea lo primero que veamos y lo último que deja atrás un carruaje que avanza pausadamente a su destino.
Aunque el abandonar toda esperanza viene más en el sentido bueno: abandonar toda esperanza de ver el típico relato fronterizo, esta es una obra teatral que no para de romper sus límites poniendo a prueba la capacidad maléfica de sus personajes.

'Los Odiosos Ocho' comienza de ese modo como una historia de suspense principalmente, y cualquier otra cosa después.
Pero no significa que Quentin Tarantino se haya ablandado, sino que elige dejar sus golpes de efecto a un lado y los utiliza solo para estallar la creciente tensión de la casa donde se refugian ocho personas malas, en plena ventisca de nieve. La distinción entre capítulos también subraya el toque Agatha Christie, pues, como todos los buenos misterios, este tiene alma literaria, de la clase de los que se leen sin descanso, entrando en su juego aunque a lo mejor ya se vea venir.
Tarantino juega con una ventaja aquí: el misterio no sería buscar al asesino, la única persona mala, sino de buscar al verdadero bastardo cabrón que supera a todos los presentes. Por complementar, incluso se podría decir que la búsqueda de la persona "menos mala" también tiene cierto interés.

La verdad se convierte entonces en el elemento más preciado.
Uno que está lejos de saberse por todas las historias personales que cuenta cada uno. Temidos forajidos, afamados cazarrecompensas, supuestos sheriffs... cada uno de los odiosos ocho cuenta una verdad o una mentira, y quizá nos deja a nosotros la tarea de creerla. Incluso la única que se asegura es perversa, la única mujer llamada Daisy Domergue, no deja de caernos simpática al burlarse de cada chiste y aguantar cada brutal golpe con una sonrisa.
Como una manada de lobos hambrientos, cada uno de los ocho se afana para saber si quien tiene delante es enemigo fácilmente superable o cabrón que nos asesinará por la espalda enseguida. En un tiempo en que la verdad valía lo que vale quien la dice, cuándo nadie vale nada empiezan los problemas.

El Mayor Marquis Warren es el primero en abrir la veda cuando le aclara al General Sandy Smithers qué relación tuvieron en el pasado. Un himno de la alegría, señal de fraternidad, empieza a sonar a piano tras ellos mientras se ven los únicos recuerdos que Tarantino concede que veamos, para que sepamos que en un país recientemente azotado por la Guerra Civil sobrevivían muchos rencores, que se convertían en muestras de crueldad si se daba la ocasión. El himno a la alegría termina justo a tiempo para darnos cuenta de que en esta cabaña aislada no hay fraternidad alguna, sino que hay asesinos con ganas de sangre, algo que quizás se nos había pasado por alto entre charla y charla.
No es de extrañar que tras la conversación entre Warren y Smithers se produzca el interludio: qué lástima no poder vivirlo, pero qué afortunado ponerlo para dejar claro que empieza otra historia diferente, la de una cacería sutil entre todos los presentes. Warren oficia de detective, el posible sheriff Chris Mannix de alter-ego nuestro y Daisy Domergue de perversa bruja que se ríe de desgracias ajenas.

A partir de entonces, la ventisca se oye cada vez más entre las paredes de madera y Tarantino se burla de nosotros solucionando el misterio antes del final: las apuestas suben cuándo se comprende realmente qué es lo que está pasando.
La tensión escala porque los personajes no tienen ni idea de qué destino les aguarda, y nosotros lo sabemos bien. Una verdad ahora no es el objetivo final, es el arma arrojadiza que todos se tiran para su propio beneficio.



El misterio sigue en el aire aunque no lo sepamos, porque hasta el momento todos los odiosos han entrado al juego con supuestos ases en la manga. Pero quizá ninguno se ha dado cuenta de que ahí ya no existe esa proyección futura de ninguno de ellos, amparada en su verdad, una que puede ser cierta o no.
Solo existe esa maldita cabaña, y lo que hagan en ella.
¿Y qué pueden hacer ocho bastardos encerrados en medio de ninguna parte? Es una pregunta que Quentin Tarantino responde, divertidamente y elegantemente, sin ánimo de ejercer juicios morales sobre nadie. Solo tomando nuestras expectativas y desafiándolas en cada recoveco del camino.
Solo hay que tener en cuenta, que por muy bastardo que se sea, todos siguen siendo seres humanos, con sus miedos, sus deseos y sus fallas. Desde ahí, la verdad no importa tanto, probablemente solo importa una buena, sorprendente historia.

Imaginemos durante un momento que esta cabaña con estos hombres hubiera existido. Seguro que el detalle final lo ha metido Tarantino, faltando a la verdad, porque, en boca de sus propios personajes, "siempre queda mucho mejor así".
Bravo, maestro narrador.

Nota: 7/10

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