viernes, 20 de mayo de 2016

Noche Real (2015), de Julian Jarrold


Nada más empezar, el rostro de la princesa Elizabeth pasa del blanco y negro a color.
Lo que podría ser solo un recurso de estilo para traer a una realidad más tangible imágenes estáticas del pasado, noticiarios sin rostros o sentimientos, pronto se revela como un paso necesario para lo que se va a ver.
Esto no son recuerdos de una Reina joven: es la historia de Lillibet, una muchacha como cualquier otra.

'Noche Real' se convierte en una película que cae inmediatamente bien justo por eso, por la cara, inesperadamente amable y cargada de dudas, que hace su aristocracia, pero también por el sentimiento sincero de diversión que recorre cada fotograma.
Casi se puede ver la consciente intención de entretener más que de dar una lección de Historia: nadie sabe si las princesas realmente salieron a bailar en la noche de la Victoria, pero a quién le importa. No debería hacerlo, desde luego, justo en este relato, porque parece más cómodo en la posibilidad que en la realidad, sin dejar por ello de jugar a medio camino entre ambas.

Lo importante es la fiel recreación de un sentimiento, en aquella noche infinita, de que las cosas ahora serían mejores tras la 2º Guerra Mundial. Donde cabía la posibilidad de que ya no se tuviera que llorar a los muertos, o esperar que los vivos regresen a casa.
En el periplo nocturno de Lillibet abundan los momentos de desconcierto, o quizás pura maravilla, y por eso afectan aún más esos instantes en que una mujer proclama, en una sonrisa transformada por la desesperación, que se merecen esa felicidad y que nadie se la va a quitar. Creciendo entre los algodones del palacio de Buckingham, qué va a saber ella de dolor, y por eso también su noche no es solo un despertar a un mundo cambiante sino también a su propia madurez.

En su camino siguiendo a su hermana Margaret se cruza con el soldado Jack, probablemente el único que no está celebrando la victoria como sus camaradas. Es el perfecto contrapunto experimentado a la inocencia de Lillibet, pero también el agradecido toque realista a su concepción idealizada de la guerra: más que celebrar su fin, lamenta que haya tenido que acabar tan tarde sin que ninguno de los diplomáticos que la iniciaron diesen la cara por ella.
El desencuentro entre ambos es doble por actitud y condición, pero su amistad fortuita, en una noche que iguala aristócratas y proletarios, tiene un encanto innegable que les hace aprender sobre los miedos y frustraciones del otro. Son fugitivos en una noche especial, la única que merece la pena, buscando la liberación que no consiguen en un palacio tan asfixiante como un cuartel.




Juntos en ese microcosmos serán testigos de las banderas ondeadas en nombre de la esperanza, de la necesaria diversión que necesitaban los reprimidos, y también del discurso de un rey que mira al futuro con optimismo (aunque en la intimidad ese mismo rey confiese sus dudas sobre el nuevo siglo).
El ritmo de las orquestas y de los graciosos equívocos son suficientes para acabar atravesando sus respectivas capas de rigidez y cinismo, hasta que probablemente contagien al espectador esa misma sensación: disfrutar el momento, sin preocuparse por las responsabilidades del mañana.

Pero, como no puede ser de otra forma, llega la mañana.
La noche no ha solucionado el mundo, porque sigue habiendo deberes reales que atender, y maniobras militares que formar, sin olvidarse de que el peso del pasado sigue pendiente en los ojos de los padres.
Pero, contra eso, esta historia se guarda la nota más optimista: la de una muchacha que, transcurrida la noche, ha aprendido esas cosas, esas libertades, que no se enseñan en un palacio.



Y es su sonrisa, real o imaginada por la Historia, la prueba definitiva de que esas libertades la acompañarán siempre, como una promesa que un día se tendrá que cumplir.
Aquella noche real fue solo un recreo para un nuevo siglo, pero qué suerte haberla vivido.

Nota: 7/10

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