jueves, 28 de julio de 2016

La Leyenda de Tarzán (2016), de David Yates


De entre todos los increíbles aciertos que atesora esta historia, uno de ellos es aceptar su origen.
Los creadores de este Tarzán moderno saben que hemos escuchado la historia miles de veces, conocemos su principio y final, hasta el punto de que se ha convertido en algo tan natural que volverla a contar sería engañar al público: el hombre criado por gorilas en la jungla hace mucho que vive en nuestra imaginación.
Tampoco hubiera funcionado modernizarlo, volverlo un superhombre que vuela más que se balancea, y hay que agradecer que ni lo hayan intentado.

'La Leyenda de Tarzán' es algo muy diferente: la historia crepuscular del hombre mono que todos conocemos, cansado de la farsa de la sociedad civilizada, cuando todavía la jungla recorre sus venas.
Es fácil ver en su mirada rastros del salvaje que fue, allá lejos de esos lujosos salones que se han convertido en su casa, y que junto con los comentarios sobre su pasada condición conforman unos barrotes peores que los de cualquier cárcel. Por mucho que su nombre sea ahora John Clayton III, la llamada de la jungla sigue flotando en el aire, compartida por una Jane que es más hermana de ese sentimiento de lo que aparenta.
Por eso, cuando surge la oportunidad de volver al Congo, su mente de lord inglés consagrado a escribir en su mesa se rebela contra ello, pero a la larga sabe que lo desea, en un viaje que tiene mucho de vuelta a las raíces, pero también de auto-prueba, de si será capaz de superar el odio y los rencores que pueblan su hogar desde que se marchó.


Otro acierto de la historia es su admirable falta de tacto: en una época en la que nos hemos acostumbrado al héroe impoluto, intachable, moralmente correcto pero canalla... Tarzán se revela falible, consumido por su naturaleza más salvaje y presa de sus actos impulsivos.
La suya no es una cruzada por el "bien común" de un África colonial expoliada por el hombre, sino una cruzada por sus amigos y hermanos... por su familia de gorilas, que le criaron con tanto amor como un animal salvaje puede dar (sin esquivarse que su misma naturaleza mató a los padres biológicos de aquel niño en la selva), por la aldea de indígenas que le reciben como un héroe, o por su amada, con la que se siente más libre que nunca, en el lugar de su primera pasión (magnífica la manera en la que se muestra el deseo primario del uno por el otro).
A su lado, el valiente George Washington tiene más responsabilidad de la que desearía, no solo por seguir el ritmo incansablemente a través de la jungla, si no por demostrarle a Tarzán que aún existen hombres buenos, respetuosos con la naturaleza que no entienden, y capaces de dar la cara por una causa justa, que no sea el tráfico de marfil brevemente mostrado.


Es curioso así encontrarse con una superproducción que no juzga a sus protagonistas (cuando normalmente deben hacerlos superiores moralmente), simplemente los presenta contrarios a otras personas, en una realidad para nada limpia o "fácil", recreando la sensación de esa jungla que, habla el padre de Tarzán, "hace presa del débil, del viejo, del enfermo... pero nunca del fuerte".
El capitán Rom o el jefe Mbonga participan de este salvajismo, ambos dominados por sus deseos de curiosidad y de venganza respectivamente, que solo Tarzán, la anomalía entre animales, puede satisfacer. La historia disimula gracias a eso que en el fondo no deja de ser una sencilla persecución, dotando de cierta gravedad cada paso que dan sus personajes, y logrando que animales nos conmuevan tanto o más que las personas.
Y, por si existía alguna duda, que una adaptación de Tarzán no oculte la cara menos amable de sus planteamientos, sino que encima decida sumergirse en ellos borrando de un plumazo décadas de concepción infantil, está muy bien.

Los humanos le pedían al hombre salvaje que renunciara a su instinto animal, vistiéndose con trajes prestados y aparentando un título que perdió a sangre y sudor en el suelo terroso de África. Pero es imposible renunciar a la naturaleza de uno mismo: se moldea a nuestra imagen y semejanza.
"Mi madre era una mona", una afirmación que ya existía en los libros y que encierra mucho más significado que lo obvio.
Solo cuando Tarzán es capaz de aceptar eso, un mundo que siempre se negó y al que siempre pertenecerá, es cuando sus actos cobran un sentido, uno que solo él puede comprender y Jane compartir, mientras los demás deberán aceptarlo en ese inhóspito lugar que es la jungla.


La casa de su vida civilizada está tranquila, porque eso era solo un breve sueño del que despertó cuando fue el momento, para encontrarse con su naturaleza salvaje.
Se resistía a abrazarla. Y solo cuando lo hace es cuando realmente puede sentirse libre.

Nota: 7/10

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