martes, 23 de febrero de 2016

Zoolander Nº2 (2016), de Ben Stiller



La primera 'Zoolander' nadie la esperaba.
Decir las típicas palabras "sátira del mundo de la moda" se quedarían cortas ante lo que era una monumental comedia al borde del surrealismo sobre un modelo masculino que buscaba restaurar su fama.
Situaciones absurdas, con personajes igualmente absurdos, redondeaban una película cuya mayor baza era ser tan inesperada en su tono como profundamente ridícula en su totalidad.

Años después, llega 'Zoolander Nº2', cual nombre de colonia, en un contexto muy diferente.
El mundo de la moda no ha cambiado demasiado, más bien ha degenerado, convirtiéndose en una triste auto-parodia de diseñadores "callejeros y auténticos", una marea de redes sociales y la tontería pretenciosa elevada a los altares del arte.
¿Cómo parodiar un mundillo que se burla de si mismo? Ben Stiller tenía la respuesta, y su personaje sigue haciendo mucha falta como espejo deformante al borde de la verdadera realidad.
Casi se podría decir que han perfeccionado un estilo de comedia que casi nadie ha vuelto a intentar desde entonces: el de lo absurdo elevado al cubo, y vuelta a empezar.
La historia se guarda demasiados gags bajo la manga, que podrían ser simples ocurrencias, pero a los que inmediatamente se sigue el juego sin cuestionarse por qué deberían ser tonterías, encadenando uno tras otro hasta llegar al terreno de la gilipollez continua. Es el ejemplo, rápido y prolífico, de que se puede armar una trama compuesta de chistes, sin dejar de desarrollar personajes o narración.
Basta con suspender las normas de la realidad, y no aplicarlas en ningún momento.


Pero, y he aquí el secreto, como en las buenas comedias, la realidad aparece casi sin querer.
En el mundo de Zoolander y Hansel existen recauchutadas diseñadoras de moda, inverosímiles cultos al cuerpo y estúpidos famosos queriendo su momento de gloria. Y de repente, cameos gloriosos mediante, reconocemos algo: esta realidad, al borde del colapso imbécil y la idiotez generalizada, podría ser nuestra realidad.
Que alguien se asome a la ventana, o a las ventanas de la pantalla del ordenador, y tenga narices a admitir que no ha visto un anuncio de colonia con metáforas incomprensibles rodado en blanco y negro, o que nunca ha visto en una pasarela de moda dantescos espectáculos de diseñadores que se las dan de transgresores.

Ese, y no otro, es el verdadero triunfo de Zoolander, mientras sigue su cruzada personal para admitir que su hijo nunca querrá vestir a la moda o que no tiene cuerpo de modelo.
Incluso, cuando la película parece repetir peligrosamente esquemas pasados, llega Mugatu para evitar que eso suceda, y lanzar el último acto al olimpo del surrealismo, una verdadera joya de comedia en la que todo vale, sin que en ningún momento se diluya la sátira presente en cada detalle.
Tendrá que ser él, quien de nuevo señale la idiotez que estamos presenciando: ¿es que nadie se da cuenta? Podremos reírnos mucho, pero la cosa es que él sabe que el mundo es idiota y lo ve en todos los que le rodean. ¿Lo sabemos nosotros acaso?


Lo que era solo una comedia donde tus carcajadas no te dejaban oír sus acertadas verdades entonces se transforma en algo más.
Y esta secuela consigue ser tan inesperada como su predecesora.

Nota: 8/10

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