sábado, 29 de octubre de 2016

Yo, Daniel Blake (2016), de Ken Loach


"Gente buena, gente honesta, en la calle."
Con esta frase se refiere una trabajadora social a todos los que, al contrario que Daniel Blake, no han tenido tanta "suerte" como él.
Aquellos que han tenido la desgracia de verse mendigando, sin acceso a trabajos pobremente remunerados, inciertas ayudas o procesos administrativos eternos.
Y cabe preguntarse si esa "suerte" se puede definir como tal, o nuestro sistema laboral la ha transformado en una triste parodia de si misma.

'Yo, Daniel Blake' no pretende ser comentario social, ni político.
Al contrario, se quita cualquier asomo de solemnidad, cualquier rastro de orgullo, y busca ser un alegato humano. Nada más sencillo, y a la vez más complejo, en tiempos en los que hay que buscar un culpable a la fuerza.

¿Hay un culpable? Haberlo, haylo. Pero señalarlo no es el objetivo, quizás porque Ken Loach pensó, muy acertadamente, que señalar con rabia solo lleva al más absoluto silencio.

Por eso, la historia de Daniel Blake se centra en lo humano, en lo sencillo, en lo pequeño si se quiere, pero que a la larga se revela grande por la humildad de todos los que le rodean.
Ellos son la cara fantasma de un sistema laboral insuficiente: pobres marginados, o marginados pobres, hartos de trabajos basura que requieren más dignidad que esfuerzo. "Mi suerte cambiará" se repiten, y se empieza a no creer esa afirmación cuando se repite cada día.
Daniel, al contrario que ellos, jóvenes y todavía con tiempo para dejar pasar, es mayor y algo más resolutivo. Él no quiere el último trabajo de 9 de la mañana a 9 de la tarde, sino la pensión que supone recompensa a todos los años de buen servicio.



Su cruzada administrativa cambia, sin embargo, cuando conoce a Katie (una notable Hayley Squires) y empieza a darse cuenta de la ingente cantidad de juventud que nunca sale adelante. La que no tiene alguna ayuda de tanto en cuanto, la que no le sale un chanchullo de última hora.
Entonces, lo que solo era un viejo cascarrabias pasa a ser el único con fuerzas suficientes para que los servicios sociales no le toreen. El único que no tiene la dignidad tan disminuida y el amor tan escaso como para plantar cara, y no conformarse con las migajas.
Ruido, ruido y denuncia, que es lo que les jode. Para que no puedan meterte en un ataúd informático del que solo te sacarán muerto (o casi muerto, para volver a mandar el currículum).
La cruzada de Blake es austera, y puede que hasta ingenua, pero se gana el apoyo de los que, como él, hasta ahora sufrían en silencio, lejos de los hijos y las situaciones sociales que dictan que debes parecer fuerte, siendo muchos más de los que parece (el silencio y la ignorancia es el gran enemigo).



Y al final, hay un silencio.
Pero no se forma por el desinterés de los que pueden ayudar, para con los necesitados de ayuda.
Sino por la calma tras la tormenta, tras expresar, de la manera más sencilla posible, que los trabajadores merecen sitio, no "suerte".

Un silencio que sobrecoge, y quién lo escuche puede que empatice.

Nota: 7/10

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