martes, 31 de diciembre de 2013

12 Años de Esclavitud (2013), de Steve Mcqueen


Existe en '12 Años de Esclavitud' una crueldad espiritual que atenta contra nuestra propia moral actual. 
Hemos sido criados en una sociedad de héroes que, cuando son golpeados, golpean diez veces más fuerte física o emocionalmente. 
Por ello, no es de extrañar que la actitud que muestre Steve Mcqueen aquí sea la de mero narrador, más que esteta, y decida dar voz propia a algo tan ajeno socialmente, y a la vez tan cercano íntimamente, como la vergüenza, la sumisión o el callarse cuando toque.
Solomon Northup no es un héroe, ni siquiera es un reconocido miembro de su sociedad. Solo alguien querido y que quiere, el hombre normal que guarda el pan para mañana y la sonrisa para hoy. 
Mcqueen decide centrar su incisiva mirada en él, porque sabe que podemos verle a nuestro lado, hablando amigablemente con nosotros, saludándonos felizmente por la calle. No lo veo tanto como una herramienta de lágrima (oh, pobre él, que no se lo merecía) sino como una técnica de acercamiento: con su vida hogareña y relativamente acomodada, la calidez de Northup salva la distancia histórica de siglos que podrían convertir esto en una impresión semi-olvidada de otros tiempos.



La historia juega con nuestra posición en este aspecto: nada más empezar, somos arrojados a un mundo monótono de esclavitud y apatía, sin apenas un asidero emocional al que agarrarse. 
Es a partir de un acto de "amor", tan desesperado como sucio, que empezaremos a conocer las causantes del inicio del calvario de Northup. Solo a través de una muestra de cariño se permite salir de su cáscara represiva y abrirnos un poco sus anhelos. 
Toda una declaración de intenciones no dejarnos desde el principio ser parte de lo cómodo y lo conocido, porque Mcqueen ha querido vernos tan desamparados como Solomon.
No me parece casual que esto sea un cuento a la manera hermanos Grimm en la que el protagonista es despojado de su humanidad sin haberlo buscado. 
Se habla, no de la inconsciencia humana que nos lleva al error, sino de la crueldad misma, al hacer plausible (como sin duda lo era en tiempos) la posibilidad de verte desplazado de tu entorno familiar por algo tan natural como una condición de nacimiento que otros buscan explotar en su beneficio. 
El retrato de la esclavitud no admite perdón como el cuento en sí no admite moraleja.


Solomon Northup no sufre exteriormente de la situación, y es su gran fuerza interior lo que le permite seguir cuerdo, pero las peores heridas son las morales, que solo te convierten en una máquina ávida de sobrevivir. 
Diversas personas van licuando al hombre de su humanidad, la única libertad que le queda. El espléndido ramillete de intérpretes del film: Giamatti, Cumberbatch, Fassbender, Paulson... todos ellos mostrando las diferentes caras, compasivas o salvajes, de la esclavitud norteamericana.
La injusticia se concibe como estado natural del hombre esclavo: sin voz ni voto, negado de bienes como la palabra escrita e invisible incluso para sus propios congéneres. 
Mcqueen saca toda la indiferencia, el peor tipo de crueldad, que exhibimos para con nuestros semejantes, blancos o negros, y la deja fluir en un entorno hostil. 
Solomon acabará haciendo el camino inverso: de la indiferencia a la explosión de rabia, demostrando que hasta los hombres más racionales son privados literalmente de todo.



Está limitada por su sesgo histórico, y por su llegada a un punto reiterativa muestra de maldad, y sin embargo Mcqueen saca oro del silencio, los detalles, de las miradas y los contrastes crudos a la luz de una vela. 
Es la persecución de un hombre hacia su libertad, pero no hay grandes fanfarrias ni encendidos reencuentros, solo la certeza silenciosa de que existen abismos en el corazón de los hombres, buscando paliarlos con la posesión y robo de lo único que realmente merece la pena poseer: la propia vida.

Nota: 8 / 10

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