martes, 26 de marzo de 2013

El Gatopardo (1973), de Luchino Visconti

La aristocracia se sume en el más profundo olvido, aferrándose como pueden a los últimos restos de un naufragio que todo el mundo veía venir, pero todo el mundo se resistía a verlo. 
O quizás no toda la aristocracia, no, solo un hombre, un hombre que lleva el porte del león en su pecho y la mirada rebosante de orgullo bajo sus cejas, pero que no puede evitar ver caer, una tras otra, sus ilusiones y sueños de futuro.
'El Gatopardo' es la crónica de un desencanto. Muchos dicen que es muy lenta y muy larga, pero el no tener nada ni ganas de conseguir algo es lo que tienen: se van colando poco a poco en la vida, hasta que un día te das cuenta de como se puede vivir con tanto teniendo tan poco. 
Eso es lo que ocurre con la corte de Fabrizio, Príncipe de Salina, majestuoso Burt Lancaster, acosada por las hienas que son la baja nobleza tratando de escalar sus puestos, pero el principal problema esta en que tiene y debe ser así, los tiempos cambian, las personas con ellos. 
La gran nobleza, aquella que explotaba a su pueblo para vivir plácidamente en sus residencias-fortalezas se extingue, queda inútil frente a los aires de la revolución, como viejas estatuas con polvo que todo el mundo olvidará.

Cuando surge la oportunidad de cambio en la figura de la bella aldeana Angélica, en forma de matrimonio de conveniencia, Fabrizio ve su mundo amenazado: ¿tendremos que cambiar nuestra forma de vivir para compartirla con quien nunca la apreciará? 
Y sin embargo, las sonrisas de Claudia Cardinale consiguen lo imposible, amansar al león que lleva dentro y hacerle creer que puede ser, puede que sea necesario renovarse cuando aun sea posible y no defender un territorio que te van a arrebatar.
Tan magnífico es el encanto, que hasta las banderas se cambian y las lealtades se aflojan: la juventud nunca es modelo de nada, pero en este caso deja a un lado cualquier atisbo de sueño para mirar sin trabas un mundo de felicidad fácil.

Pese a todo, Visconti nunca pierde las maneras ni pide dejar a un lado a nadie, que habría sido lo más fácil. En un momento dado, Angélica se acerca al gran hombre de otra época que es Fabrizio, y le pide un simple baile. 
En ese momento, somos testigos de dos formas de encarar la vida, cada una con sus bellezas y sus límites, que no son excluyentes, pero la propia revolución las obligará a serlo. En el Príncipe de Salina vemos la fuerza que emana de su amor por la tradición y las buenas formas, en la sencilla pero bella Angélica el vigor y la juventud del mundo del mañana, que deberá dejar atrás la poesía para adaptarse a los cambios cada vez más rápidos del mundo.
La juventud siempre respetará sus padres, aunque sea por simple antigüedad, pero no podrá evitar olvidar sus virtudes. Es todo un testimonio dejar ir a los jóvenes sucesores en la calesa, rápidos a su destino, mientras el cabeza de familia opta por el melancólico paseo por una callejuela solitaria, contemplando la luna.

El gran fresco romántico, estético y naturalista de Luchino Visconti es el fiel reflejo de los grandes momentos de cambio donde una mentalidad debe imperar sobre otra, aun perdiendo sus esencias y suplantando ideales por banalidad. 
Pero nadie dijo que el cambio fuera justo, o equitativo.

Nota: 9 / 10

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